IV. CONSIDERACIONES DE LA CORTE
4.1. Competencia
En virtud de lo previsto en el numeral 4 del artículo 241 del Texto Superior, esta Corporación es competente para conocer sobre la demanda de inconstitucionalidad planteada contra la Ley 1905 de 2018.
4.2. Cuestiones previas
Por razones metodológicas, dado que este tribunal ya se ha ocupado de estudiar la constitucionalidad de la Ley 1905 de 2018 en dos sentencias recientes: la C- C-138 del 28 de marzo de 2019 y la C-201 del 15 de mayo de 2019, corresponde analizar la incidencia de las mismas en el presente proceso. Una vez cumplida esta tarea, conforme a las solicitudes hechas por algunos intervinientes, será necesario analizar la aptitud sustancial de la demanda.
4.2.1. La existencia de cosa juzgada constitucional respecto del artículo 2º de la Ley 1905 de 2018
La Sentencia C-138 de 2019, proferida con posterioridad a la admisión de las demandas acumuladas en este proceso, declaró “EXEQUIBLE el artículo 2 de la Ley 1905 de 2018, por el cargo analizado en la presente decisión.” Dicho cargo, según se advierte al plantear el problema jurídico a resolver[29] fue el siguiente:
“[…] corresponde a la Corte resolver el siguiente problema jurídico: ¿si el legislador al establecer un requisito para obtener la tarjeta profesional de abogado, exigible únicamente a quienes iniciaron estudios superiores de pregrado en derecho luego de la entrada en vigencia de la Ley 1905 de 2018, vulneró el derecho a la igualdad (artículo 13 Superior), al no extender la aprobación del examen de Estado a quienes se encontraban cursando estudios en derecho, así como a quienes ya los habían terminado o ya se habían graduado?”
Para resolver este problema, al adelantar el juicio integrado de igualdad, la sentencia aplicó un test de proporcionalidad de intensidad intermedia[30], como resultado de lo cual se arribó a la conclusión de que la diferencia de trato existente tenía justificación constitucional. Por lo tanto, respecto de este artículo y de este cargo, se configura el fenómeno de la cosa juzgada constitucional y, en consecuencia, corresponde estarse a lo ya resuelto en la referida sentencia.
Dado que en la Sentencia C-201 de 2019, este tribunal decidió “inhibirse de emitir un pronunciamiento de fondo acerca de los artículos 1 y 3 de la Ley 1905 de 2018, por ineptitud sustancial de la demanda”, debe destacarse que no existe ninguna decisión previa que afecte el análisis de constitucionalidad sobre tales artículos.
4.2.2. La aptitud sustancial parcial de las demandas acumuladas
Dado que sobre la diferencia de trato consistente en aplicar la exigencia de aprobar el examen sólo a los nuevos profesionales y no a quienes iniciaron sus estudios con anterioridad a la vigencia de la ley, existe cosa juzgada constitucional, corresponde realizar el examen de aptitud sustancial a los demás cargos de las dos demandas acumuladas.
4.2.2.1. Carecen de aptitud sustancial el cargo relativo a la diferencia de trato que se seguiría respecto de aquellos que por sus condiciones socioeconómicas no puedan acceder a universidades de calidad superior a la media, y los cargos relativos a la educación[31], a las competencias del Consejo Superior de la Judicatura[32] y al acceso a la administración de justicia[33].
Frente al cargo relativo a la igualdad, conforme al cual la norma trata de manera distinta e injustificada a los estudiantes de derecho, a partir del estándar de aprobación del examen: superar la media nacional, se debe destacar que sería posible argumentarlo de tal modo que pudiere dar lugar a un pronunciamiento de fondo. En efecto, el estándar de aprobación, así entendido, implica variaciones en cada prueba, pues depende de manera directa de los resultados de la misma y, además, implica que siempre habrá algunos abogados graduados que no la superarán y, por tanto, no podrán ejercer la profesión. Esta eventual exclusión, que se produciría por no superar la media del puntaje nacional, así el puntaje individual en sí mismo fuese alto, pero inferior al de la mayoría de quienes presentan la prueba, podría tener dificultades frente a la idoneidad, pues podría decirse que el graduado sí demostró sus competencias, pero por no ser de los mejores del examen, no podría ejercer su profesión. Esto podría llevar a que el estándar no mida la idoneidad, sino la excelencia, lo cual parecería ser problemático también respecto al artículo 26 de la Constitución. Con el criterio de la media del puntaje nacional, el puntaje en sí mismo no es determinante, sino que, además, incide la comparación entre el puntaje individual y el puntaje de las demás personas que presentan la prueba.
No obstante, si bien este señalamiento puede dar lugar a la susodicha argumentación, la demanda, al desarrollarlo a partir del supuesto de que de tal modo se margina del ejercicio de la profesión a aquellos que no logren, por sus condiciones socioeconómicas, acceder a universidades de calidad superior a la media, carece de certeza y de especificidad. En efecto, la norma no establece, de ningún modo, que aprobar el examen y, por tanto, el ejercer la profesión, dependa de las condiciones socioeconómicas del graduado en derecho, o de la calidad de la universidad de la cual egresó. El requisito que se fija en la ley, además de haber obtenido el título de abogado, es el de haber aprobado el examen, para lo cual el resultado individual debe superar la media del puntaje nacional de la respectiva prueba.
No es posible asumir, a priori, 1) que los estudiantes de precarias condiciones socioeconómicas no puedan acceder a universidades de calidad superior a la media, ni 2) que dichas condiciones de la universidad sean determinantes del resultado individual en el examen. Estas conjeturas de la demanda pasan por alto la circunstancia relevante de que pueden existir, y existen, universidades públicas o privadas de bajo costo con calidad superior a la media, a las cuales dichos estudiantes pueden acceder y, además, que la calidad de la universidad no es determinante, por sí sola, del resultado del examen, pues este depende, en no poca medida, de la preparación, esfuerzo, capacidades y talentos de cada graduado[34]. Además, no se explica por qué las universidades de menor costo debieran estar exoneradas de brindar una formación compatible con el estándar que se deriva de un examen como el previsto en la norma.
El cargo relativo al derecho a la educación carece de certeza y especificidad. El que el requisito del examen se exija a los abogados graduados, no a los estudiantes, es una circunstancia que no puede pasarse por alto en la argumentación. En efecto, este requisito de ningún modo afecta el derecho de la persona a acceder a la universidad, a cursar la carrera de abogado, a obtener el título profesional, e incluso a iniciar y proseguir estudios de postgrado. Lo que afecta es el ejercicio de la profesión. Si bien podría argumentarse que el derecho a la educación comprende el efecto útil de la misma, valga decir, que la persona estudia la carrera de derecho con la expectativa legítima de ejercer la profesión, lo cierto es que el cargo no lo hace, sino que apenas se limita a cuestionar que una verificación de idoneidad adicional a la hecha por la universidad, podría poner en entredicho el derecho a la educación.
El cargo relativo a las competencias del Consejo Superior de la Judicatura, que ni siquiera se enuncia de manera separada, carece de certeza y especificidad. Si bien es cierto que la función asignada a este ente por la ley es diferente de aquellas que están previstas en el artículo 256 de la Constitución, la argumentación no justifica de modo alguno por qué no podría serle asignada por el legislador, cuando el numeral 7 de este artículo, prevé dentro de sus funciones “las demás que señale la ley”.
El cargo relativo al acceso a la administración de justicia tampoco tiene aptitud sustancial. La conjetura económica de que, merced al examen, habrá menos abogados en ejercicio, de lo cual se seguiría, en razón de la disminución de la oferta profesional un incremento en los costos de los servicios jurídicos, que afectará principalmente a las personas más pobres, carece de certeza y de especificidad. En este evento tampoco es posible asumir, a priori, lo que el cargo afirma, pues ignora la existencia de instituciones que permiten acceder a servicios jurídicos a las personas más pobres, como el amparo de pobreza, la defensoría pública o los servicios profesionales pro bono y, lo que es más relevante, que estos servicios tienen una regulación en cuanto a su costo.
4.2.2.2. Antes de dar cuenta de la aptitud sustancial de los restantes cargos de las demandas acumuladas, la Corte debe hacer dos importantes precisiones adicionales, pues si bien una demanda se dirige contra toda la ley, en ninguno de estos cargos se cuestiona la constitucionalidad del artículo 3 de la Ley 1905 de 2018 y, además, en realidad lo que se cuestiona es la realización del examen y no se toca, por ejemplo, la forma de aprobarlo prevista en el inciso segundo del artículo 1. Por ello, el análisis de este tribunal no se ocupará de estas dos normas, respecto de las cuales se inhibirá de pronunciarse. Por tanto, el análisis de los cargos se circunscribirá al inciso primero y a los dos parágrafos del artículo 1 de la Ley 1905 de 2018.
En este preciso contexto, tienen aptitud sustancial los cargos relativos a la desigualdad que implica exigir la aprobación del examen a los nuevos profesionales que se dediquen al litigio[35], a la autonomía universitaria[36], al derecho al trabajo[37] y al libre ejercicio de la profesión u oficio[38].
Una de las demandas acumuladas señala y, además, lo ponen de presente varios intervinientes, que hay serias dudas respecto de la forma en que la ley trata a los abogados, a partir de la circunstancia de que dediquen su ejercicio profesional a la representación de personas en cualquier trámite que requiera de abogado, para lo cual se exige tarjeta profesional. En efecto, se plantean diferencias interpretativas, a partir de la existencia de indeterminaciones semánticas que pueden dar lugar a un pronunciamiento, y eventualmente, a fijar el sentido en el que la disposición se considera compatible con la Constitución. Entre quienes están de acuerdo en que dicha diferencia existe, por una parte, se considera que ella es la que hace compatible con la Constitución a la norma demandada[39], pues el requisito de aprobar el examen sólo se exigiría a los graduados que pretendan ejercer su profesión por medio del litigio, mientras que, de otra, se sostiene que esta diferencia es la que hace a dicha norma incompatible con la Constitución[40].
Como se acaba de advertir en el fundamento anterior, la norma demandada no afecta la competencia de las universidades para otorgar títulos profesionales. Lo que hace es agregar un requisito para verificar la idoneidad del profesional, por medio de la aprobación de un examen de Estado. Frente a esta circunstancia objetiva, se cuestiona que esta verificación podría afectar la autonomía universitaria, dentro de la cual estaría la competencia de determinar, por medio de sus propios estándares, cuáles de sus estudiantes son idóneos para ejercer la profesión, lo cual se certificaría al otorgarles el título profesional. En realidad, el cargo no consiste en que los títulos profesionales sean inútiles para acreditar la idoneidad profesional, como lo dice una de las demandas[41], sino en que, si bien son útiles y necesarios, en virtud de la norma demandada, ya no serían suficientes para dicho propósito. En consecuencia, la idoneidad profesional ya no depende sólo de lo que la universidad en su autonomía determine, sino que depende también de una prueba ajena a ellas, como es el examen de Estado. En esta medida, se sostiene que la previsión legal puede afectar las competencias de las universidades y, por ende, el principio de autonomía universitaria.
El ejercicio de la profesión de abogado, que antes dependía solamente de la obtención del título profesional, con la norma demandada, se somete a una restricción adicional: aprobar el examen de Estado. Esta restricción constituye una limitación adicional al ejercicio de dicha profesión, por tanto, debe tener una justificación adecuada. Según una de las demandas[42], no la tiene y, en cambio, resulta desproporcionada, pues margina a muchas personas que serían, en principio, idóneas, por haberse graduado como abogados, para ejercer la profesión. Al impedir ejercer la profesión a quienes se gradúan como abogados, pero no aprueban el examen, se conculcaría, también, su derecho al trabajo, ya que se priva a estas personas de ganarse la vida por medio de la actividad para la cual se han formado y preparado.
4.3. Problemas jurídicos a resolver y metodología de la decisión
4.3.1. A partir de los antecedentes expuestos, corresponde a este tribunal establecer:
1) si la norma enunciada en el primer inciso y en los dos parágrafos del artículo 1º de la Ley 1905 de 2018[43], al prever un requisito adicional, consistente en aprobar el examen de Estado, para ejercer la profesión de abogado, vulnera lo previsto en los artículos 25, 26 y 69 de la Constitución, relativos al derecho al trabajo, a la libre escogencia de profesión u oficio y al principio de la autonomía universitaria;
2) si la norma enunciada en el primer inciso y en los dos parágrafos del artículo 1º de la Ley 1905 de 2018, al prever que el antedicho requisito para ejercer la profesión de abogado, se aplica a todos los graduados y, por tanto, vaciar de contenido el título de idoneidad que confieren las universidades, es compatible con la garantía de autonomía universitaria, conforme a lo previsto en el artículo 69 de la Constitución y con el principio de igualdad, enunciado en el artículo 13 ibidem, merced a las indeterminaciones semánticas respecto del tipo de ejercicio profesional para el cual es necesario acreditar haber cumplido con dicho requisito; y
3) si la norma enunciada en el primer inciso y en los dos parágrafos del artículo 1º de la Ley 1905 de 2018, al establecer que el examen de estado puede realizarse por una institución de educación superior acreditada en alta calidad, que el Consejo Superior de la Judicatura contrate para tal fin, desconoce la garantía de autonomía universitaria, reconocida en el artículo 69 de la Constitución.
4.3.2. Para estudiar estos problemas 1) se precisará el alcance del margen de configuración del legislador para exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión; 2) se dará cuenta de la noción de riesgo social en el contexto del ejercicio de una profesión; 3) se analizará la competencia atribuida a las universidades para expedir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión; 4) se sintetizará el sentido y alcance del principio de autonomía universitaria; 5) se examinará, conforme a las decisiones anteriores de este tribunal, el ejercicio de la profesión de abogado, en especial en cuanto atañe a la competencia para exigir títulos de idoneidad y al riesgo social que ella implica; y 6) se fijará el sentido y alcance de la norma acusada, a partir de su contexto de sus antecedentes y de su contenido. A partir de estos elementos de juicio se procederá a 7) resolver el problema planteado.
4.4. El margen de configuración del legislador para exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión. Reiteración de jurisprudencia
4.4.1. El artículo 26 de la Constitución, regula la libertad de escoger profesión u oficio. Respecto de esta libertad este tribunal ha distinguido dos derechos: 1) el derecho a escoger una profesión u oficio y 2) el derecho a ejercer una profesión u oficio[44]. A partir de esta diferencia, se destaca que en el contexto del segundo derecho pueden afectarse los derechos de otras personas y, por tanto, verse afectado el interés social[45].
Respecto de escoger una profesión u oficio, este tribunal ha precisado que su ejercicio es “prácticamente inmune a la injerencia estatal o particular, cuyo límite es la elección entre lo legalmente factible”[46].
Respecto del ejercicio de la profesión u oficio, el referido artículo constitucional prevé tres posibilidades de intervención: 1) la de exigir títulos de idoneidad, 2) la de inspeccionar y 3) vigilar dicho ejercicio[47]. De manera explícita, la norma superior asigna la primera posibilidad de intervención al legislador y defiere las otras dos a las “autoridades competentes”. Por lo tanto, la posibilidad de exigir títulos de idoneidad, que es la relevante para este caso, es una competencia que tiene reserva de ley, valga decir, sólo puede ser ejercida por el legislador.
Para establecer si el ejercicio de una profesión es o no libre, es decir, si está o no sometido a la intervención de exigir títulos de idoneidad, el referido artículo 26 Superior precisa, en su oración final, que es necesario considerar dos criterios relevantes: 1) el de si la profesión u oficio requiere de formación académica y 2) el de si la profesión u oficio implica un riesgo social[48].
4.4.2. La exigencia de títulos de idoneidad tiene, pues, dos componentes: 1) el relativo a la formación profesional y 2) el que corresponde a la certificación sobre la idoneidad. El primero implica el suministro y la adquisición de los saberes propios que habilitan a una persona para ejercer una profesión. Esta tarea, en principio, se confía o defiere a instituciones especializadas, pero en todo caso el Estado se reserva la fijación de las condiciones en las que dichas instituciones pueden constituirse y ejercer esta tarea. El segundo alude a la verificación de que la persona ha cumplido los requisitos del programa de formación y, por consiguiente, es acreedora de un título de idoneidad que permita el ejercicio de la profesión.
Los dos componentes pueden regularse de manera separada, de tal suerte que el Estado puede aceptar las certificaciones de formación expedidas por las universidades con registro calificado y, además, los títulos de idoneidad dados por las mismas, sin perjuicio de exigir requisitos adicionales y otras valoraciones que permitan verificar los conocimientos y aptitudes de los egresados y graduados conforme a la necesidad social imperante[49].
Los títulos de idoneidad son la garantía para las demás personas de que quien pretende ejercer su profesión u oficio, tiene idoneidad y competencia para ello[50]. Entre estos títulos está, como es obvio, el título otorgado por una universidad, que es la prueba “en principio, de la sapiencia de su dueño, o al menos, de que este cursó unos estudios”[51]. El título profesional demuestra la existencia de una formación académica y constituye una certificación académica de la idoneidad de su titular[52].
4.4.3. La competencia del legislador para exigir títulos de idoneidad no puede ejercerse de manera tal que conlleve imponer condiciones exageradas o poco razonables, de suerte que se anule el derecho a ejercer una profesión y, por ende, el derecho al trabajo[53]. Si una persona cumple con su proceso de formación universitaria y, además, satisface la verificación de su idoneidad, tiene derecho a ejercer su profesión. Esta doctrina, según se destaca en la Sentencia C-226 de 1994, ya había sido establecida por la Corte Suprema de Justicia, cuando ejercía la guarda de la Constitución[54]. Esto implica que, si bien el legislador tiene un amplio margen de configuración para exigir títulos de idoneidad, debe sujetarse a unos límites[55], que en la Sentencia C-220 de 2017[56] se sintetizan del siguiente modo:
“5.6. En cuanto a los límites que debe observar el legislador en relación con la libertad de configuración para determinar requisitos para obtener el título profesional, la Corte ha señalado algunos parámetros[57] como: “(i) regulación legislativa, pues es un asunto sometido a reserva de ley; (ii) necesidad de los requisitos para demostrar la idoneidad profesional, por lo que las exigencias innecesarias son contrarias a la Constitución; (iii) adecuación de las reglas que se imponen para comprobar la preparación técnica; y (iv) las condiciones para ejercer la profesión no pueden favorecer discriminaciones prohibidas por la Carta.”[58]
Los límites en comento se organizan en la Sentencia C-296 de 2012[59] en tres clases, a saber: 1) los límites materiales, 2) los límites competenciales y 3) los límites procedimentales. Los primeros tienen que ver con que la limitación al derecho a ejercer la profesión u oficio deben ser razonable y proporcionada. Los segundos implican que el legislador no puede “trasladar al ejecutivo decisiones que están reservadas al Congreso”. Los terceros, que se precisan a partir de la Sentencia C-191 de 2005, conducen a que el legislador no puede a) “expedir normas disciplinarias en las que se sancionen conductas descritas de manera vaga e indeterminada”, b) “establecer normas que tipifiquen como faltas conductas que no guarden relación con las exigencias propias del desempeño profesional ni afecten la integridad de la profesión como tal”, c) exigir “a un profesional ser miembro de una asociación privada para desempeñarse como tal” y d) “excluir de la realización de una actividad específica, a profesionales que tienen un nivel de idoneidad, acreditado por un título profesional, expedido conforme a las normas vigentes, equivalente o superior al que el legislador estimó suficiente para realizar dicha actividad”.
4.5. La noción de riesgo social en el contexto del ejercicio de una profesión. Reiteración de jurisprudencia
4.5.1. A partir del riesgo social que implica el ejercicio de una profesión, este tribunal ha advertido que el exigir títulos de idoneidad no es una mera facultad, sino que puede tenerse como una obligación[60] o como un verdadero deber constitucional[61]. Al desarrollar la doctrina sobre los límites a la competencia legislativa[62], este tribunal ha aludido a su legitimidad. Para este propósito, en la Sentencia C-031 de 1999, se señalan dos criterios: 1) la validez de la intervención legal depende de si se fundamenta razonablemente en el control de un riesgo social, y 2) esta intervención no puede anular el núcleo esencial del derecho, valga decir, no puede imponer condiciones exageradas o poco razonables para adquirir el título de idoneidad.
4.5.2. Lo dicho sobre los criterios, se complementa al considerar la noción de riesgo social en sentido amplio y en sentido restringido[63]. En el primer sentido, dado que no hay una profesión cuyo ejercicio no trascienda al individuo, podría decirse que siempre habrá un riesgo. Por esta razón, la doctrina de este tribunal no ha empleado este sentido, sino el segundo, que es más restrictivo, según el cual “(…) el concepto de riesgo social no se refiere a la protección constitucional contra contingencias individuales eventuales sino al amparo del interés general, esto es, a la defensa y salvaguarda de intereses colectivos que se materializan en la protección de los derechos constitucionales de los posibles usuarios del servicio”.[64]
4.5.3. La noción de riesgo social en sentido restringido, al aplicarse para efectos de revisar la exigencia legal de títulos de idoneidad, implica considerar unas condiciones precisas, de las cuales se da cuenta de manera sintética en la Sentencia C-307 de 2013[65], en los siguientes términos:
“5.2.4. En conclusión, la reglamentación de una profesión u oficio no radica de manera exclusiva en la libertad y capricho del Legislador, sino en la protección del interés general de la sociedad frente al riesgo derivado del ejercicio de una profesión, riesgo que debe reunir las siguientes condiciones: (i) ser de magnitud considerable, respecto de la capacidad que pueda tener de afectar el interés general y los derechos fundamentales; (ii) ser susceptible de control o disminución sustantiva con la formación académica específica; (iii) tener como finalidad la prevención del ejercicio torpe de un oficio que pueda producir efectos nocivos[66].”
4.5.4. En la Sentencia C-166 de 2015[67], este tribunal hizo una sistematización de su doctrina sobre riesgo social. De esta tarea, para el presente caso es relevante considerar lo dicho sobre la caracterización del riesgo social y sobre su evaluación, y ponderación por el juez constitucional[68].
Para caracterizar el riesgo social, se parte del principio pro libertate, valga decir, de entender que la máxima en el ejercicio de profesiones u oficios es la libertad. Sin embargo, dado que el ejercicio de esta libertad tiene un deber social correlativo, es necesario considerar, de modo excepcional, la atribución que tiene el legislador de exigir títulos de idoneidad. Si bien se reconoce que en sentencias anteriores ya se han definido algunas dimensiones del riesgo[69], se considera que es necesario “brindar algunos elementos que sirvan de base para definir el concepto, tomando como fundamento los principales aspectos definidos en la jurisprudencia”[70].
Para evaluar el riesgo social, además de 1) identificar los riesgos directos e indirectos y 2) precisar los elementos sobre los cuales recaen, 3) es necesario analizar la magnitud de la afectación potencial, lo que supone, a su vez, examinar tres elementos de juicio: a) la fuerza del agente productor del riesgo, b) la vulnerabilidad o nivel de exposición de quien está sujeto al riesgo y c) la importancia o valor de lo que está en riesgo[71].
Para la ponderación del riesgo por el juez constitucional, “es necesario que el juez establezca la importancia que tienen los distintos bienes jurídicamente protegidos que puedan verse afectados por un determinado riesgo social. Ello implica, en primer lugar, identificar qué bienes, principios y derechos pueden verse afectados como consecuencia del riesgo social de que se trate, y establecer cómo y en qué medida pueden verse comprometidos. En segunda medida, al juez constitucional le corresponde determinar el valor que tienen los bienes jurídicos en juego dentro del sistema de valores establecido en la Carta Política, y el grado de afectación de los mismos. Con fundamento en esta valoración es que debe el juez constitucional efectuar la respectiva ponderación entre riesgo social y libertad de escoger profesión y oficio.”[72]
A partir de este esfuerzo de sistematización, este tribunal destacó, de manera enfática, algo que ya había dicho antes[73], que “el Congreso tiene el deber de proteger el interés general y los derechos subjetivos exigiendo una formación académica adecuada y suficiente en los casos en los cuales una profesión u ocupación implique un riesgo social”[74]. El que el ejercicio de una competencia legislativa no se entienda sólo dentro de un margen amplio de configuración, sino como un verdadero deber constitucional, es un elemento relevante para el ulterior análisis que se hará de la norma demandada.
4.6. El rol de las universidades en la expedición de títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión
4.6.1. Los títulos de idoneidad, en el contexto del artículo 26 de la Constitución, pueden ser exigidos cuando para el ejercicio de la profesión se requiera formación académica y dicho ejercicio implique un riesgo social. En Colombia, el ordenamiento jurídico, ha confiado la tarea de desarrollar dicha formación y de expedir tales títulos a las instituciones de educación superior. El título resulta de la culminación de los estudios correspondientes y de cumplir con los demás requisitos previstos para este efecto, de manera satisfactoria y verificable.
Por la importancia de la tarea señalada, dicho ordenamiento jurídico prevé para las instituciones de educación superior y, en particular, para las universidades, una serie de reglas para su habilitación y para su acreditación de alta calidad.
En cuanto a la habilitación de las universidades para ofrecer y desarrollar programas académicos, es relevante considerar la institución del registro calificado, que el artículo 1 de la Ley 1188 de 2008 define como “un requisito obligatorio y habilitante para que una institución de educación superior, legalmente reconocida por el Ministerio de Educación Nacional, y aquellas habilitadas por la ley, pueda ofrecer y desarrollar programas académicos de educación superior en el territorio nacional”.
El registro calificado es un instrumento del sistema de aseguramiento de la calidad en la educación superior, que le permite al Estado verificar y evaluar el cumplimiento de unas condiciones de calidad por las instituciones de educación superior[75]. Se otorga por el Ministerio de Educación por medio de un acto administrativo motivado, por medio del cual se ordena la inscripción, modificación o renovación, según sea el caso, en el Sistema Nacional de Educación Superior, en adelante SNIES. Este registro siempre es temporal y tiene una vigencia de siete años, amparando las cohortes iniciadas bajo su vigencia[76]. En caso de que la universidad carezca de registro calificado o de acreditación en alta calidad, los títulos que pudiere llegar a otorgar, “no constituye[n] títulos de carácter académico de educación superior”[77].
Para obtener el registro calificado, conforme a lo previsto en el artículo 2 de la Ley 1188 de 2008, es necesario satisfacer 15 condiciones de calidad[78]. Sobre estas condiciones, también es pertinente considerar la regulación contenida en los artículos 2.5.3.2.2.1. y siguientes del Decreto 1075 de 2015. Entre las condiciones legales hay nueve previstas para el programa, relativas a su contenido curricular, a los requisitos para obtener el título, a la pertinencia del programa, a unos contenidos acordes con el programa y con sus objetivos y metas, a una formación en investigación, a una relación con el sector externo, a una adecuada cantidad y calidad de docentes y al uso de medios educativos de enseñanza[79]; hay, también, seis condiciones previstas para la institución universitaria, relacionadas con la selección de estudiantes y profesores, una estructura académica y administrativa adecuada, una cultura de la autoevaluación, programas de egresados y de bienestar universitario, y recursos suficientes para cumplir con estas tareas en el presente y con proyección para el futuro[80].
Por lo tanto, el registro calificado es un presupuesto necesario para que las universidades puedan 1) ofrecer programas académicos de formación profesional y 2) expedir títulos de idoneidad. Sin registro calificado, los programas académicos no pueden ofrecerse ni desarrollarse y los títulos que se expidan no tienen carácter académico de educación superior y no certifican la idoneidad de la persona a quien se le expiden.
Además de este presupuesto necesario, que es el mínimo exigible a toda universidad, existe también un sistema de acreditación de alta calidad, en adelante SNA, que es voluntario. Las universidades que quieran acogerse al SNA, que se aplica tanto a los programas, como a los estudios de maestría y doctorado y a las instituciones[81], deben satisfacer unos estándares mucho más elevados que los mínimos del registro calificado. El SNA, que complementa la tarea de la Comisión Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior, en adelante CONCES, responsable del registro calificado, es gestionado por el Consejo Nacional de Acreditación, en adelante CNA, que reconoce la alta calidad o excelencia de dichos programas e instituciones, por medio de un proceso voluntario.
4.6.2. La anterior descripción de los dos regímenes de calidad: el obligatorio del registro calificado y el voluntario de la acreditación de alta calidad, muestra que, en el ordenamiento jurídico colombiano, se ha confiado a las universidades tanto el componente relativo a la formación profesional como el que corresponde a la certificación sobre la idoneidad profesional[82]. Así, pues, en principio, con sujeción a las reglas antedichas, y en ejercicio de su autonomía, les corresponde a las universidades diseñar e impartir los programas de formación profesional, fijar las reglas de admisión de estudiantes, los contenidos académicos y las condiciones de evaluación. Además, les corresponde conferir el grado, como culminación de los estudios, lo cual permite o constituye el título de idoneidad para el ejercicio profesional.
A partir de unas condiciones de calidad mínimas, propias del registro calificado, el Estado permite que las universidades obren con una relativa libertad. Esto permite la existencia de programas diferentes, con distintos enfoques, e incluso permite que algunos de ellos, preocupados por ir más allá de lo mínimo, adelanten procesos de acreditación de alta calidad. Este factor diferenciador se inscribe en el principio de la autonomía universitaria.
4.7. El sentido y alcance del principio de la autonomía universitaria. Reiteración de jurisprudencia
4.7.1. El artículo 69 de la Constitución garantiza la autonomía universitaria. Esta garantía comprende, conforme al expreso mandato constitucional, la competencia de las universidades para 1) darse sus directivas y 2) regirse por sus propios estatutos, de acuerdo con la ley[83]. De tales competencias, como se desarrollará más adelante, se desprenden unos contenidos que la dan un amplio sentido a la autonomía universitaria, a la luz de los propósitos que la jurisprudencia ha identificado para esta garantía constitucional. De otra parte, en relación con esta autonomía, la Carta asigna al Estado dos deberes: 1) fortalecer la investigación científica y 2) facilitar los mecanismos financieros para que las personas aptas puedan acceder a la educación universitaria.
4.7.2. La autonomía universitaria se ha comprendido por este tribunal, en términos amplios, como una garantía institucional[84]. Al sintetizar su doctrina sobre el sentido y alcance de esta garantía en la Sentencia C-137 de 2018[85], se advirtió que ésta “no asegura un contenido concreto, ni un ámbito de competencias determinado e inmodificable, sino la preservación de los elementos identificadores de una determinada institución en términos reconocibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar, de lo que resultarían importantes diferencias con la figura de los derechos fundamentales” .
La garantía de la autonomía universitaria se predica de las dos libertades enunciadas por el artículo 69 de la Constitución, la de auto organización, entendida como la libertad de darse sus directivas, y la de auto regulación, comprendida como la libertad de regirse por sus propios estatutos[86].
La libertad de auto organización, le permite a la universidad definir cuál es su orientación filosófica y, por tanto, diseñar los planes de estudios, sus contenidos obligatorios y optativos, los procesos de formación y sus metodologías, los procesos de investigación, sus prioridades y enfoques, los procesos de evaluación y sus técnicas, e incluso los requisitos para aprobar dichos estudios y para obtener el título profesional[87]. Por tanto, las universidades pueden crear, organizar y desarrollar sus programas académicos, con las prioridades y énfasis que correspondan a dicha orientación filosófica, también pueden organizar sus actividades académicas, docentes, científicas y culturales, de manera que sean armónicas con dicha orientación y, lo que es más relevante para este caso, pueden expedir títulos de idoneidad[88].
La libertad de auto regulación, le permite a la universidad darse su propia organización interna y, por tanto, definir las reglas de su funcionamiento y gestión, el manejo de sus recursos y presupuestos, la selección de sus profesores y estudiantes, los reglamentos aplicables a ambos[89]. También comporta la competencia para designar sus propias autoridades académicas y administrativas[90].
La interpretación pacífica y reiterada de este tribunal sobre las antedichas libertades, según la síntesis hecha en la Sentencia C-452 de 2006, en la cual, luego de recapitular lo dicho, entre otras, en las Sentencias C- 299 de 1994, C- 589 de 1997, T-310 de 1999, T-500 de 1999, T-974 de 1999, C-08 de 2001, T-525 de 2001, T-587 de 2001 y T- 1228 de 2004, es la de que la garantía de la autonomía universitaria:
“[…] es capacidad de autorregulación filosófica y de autodeterminación administrativa y por ello al amparo del texto constitucional cada institución universitaria ha de contar con sus propias reglas internas (estatutos), y regirse conforme a ellas; designar sus autoridades académicas y administrativas; crear, organizar y desarrollar sus programas académicos, definir, y organizar sus labores formativas, académicas, docentes, científicas y culturales; otorgar los títulos correspondientes, seleccionar a sus profesores, admitir a sus alumnos, adoptar sus correspondientes regímenes y establecer, arbitrar y aplicar sus recursos para el cumplimiento de su misión social y de su función institucional. De igual manera, la Corte ha sido enfática en afirmar que la autonomía universitaria no es absoluta por cuanto, no otorga a las universidades el carácter de órgano superior del Estado, ni les concede un ámbito ilimitado de competencias pues cualquier entidad pública o privada por el simple hecho de pertenecer a un Estado de derecho, se encuentra sujeta al ordenamiento jurídico que lo rige, es decir, tanto al conjunto de valores, principios, derechos y deberes constitucionales, como a las prescripciones contenidas en la ley.”
La autonomía universitaria está relacionada con al menos cinco normas constitucionales. En primer lugar, al permitir diversas posturas y orientaciones académicas y filosóficas, desarrolla el pluralismo (art. 1 CP). En segundo lugar, es un presupuesto para el ejercicio de la libertad de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra (art. 27 CP). En tercer lugar, dado que se predica de instituciones universitarias, responsables de prestar el servicio público de educación superior, se relaciona con el derecho a la educación (art. 67 CP). En cuarto lugar, en vista de que los elementos identificadores de cada universidad ofrecen un perfil para sus egresados, hay un vínculo evidente con el libre desarrollo de la personalidad (art. 16 CP). Por último, en lo que es relevante para este caso, la autonomía universitaria incide de manera directa y principal con el diseño del proceso de formación profesional, con su desarrollo y culminación y, además, con la expedición de títulos de idoneidad para el ejercicio de las profesiones, lo cual se relaciona con la libertad de escoger profesión u oficio (art. 26 CP).
4.7.3. La autonomía universitaria no puede comprenderse como una separación tajante entre la universidad y el Estado[91], pues, se repite, las competencias de las universidades deben ejercerse “de acuerdo con la ley”[92]. En efecto, la autonomía universitaria tiene una serie de límites, tanto constitucionales como legales[93]. No debe olvidarse que la educación es un derecho fundamental y un servicio público a cargo del Estado, de tal suerte que su prestación y, sobre todo, su calidad, no es ni puede ser un asunto exclusivo de las universidades en ejercicio de su autonomía[94].
Según el mandato expreso del referido artículo 69 Superior, la autonomía universitaria se ejerce de acuerdo con la ley. Esto significa que la autonomía universitaria no puede comprenderse como soberanía universitaria[95], sino que, por el contrario, la ley puede fijar, como en efecto lo ha hecho, unas condiciones mínimas para que las instituciones universitarias puedan ofrecer programas profesionales y otorgar títulos profesionales[96].
Sobre esta base mínima, cada universidad, en ejercicio de su autonomía, puede hacer los desarrollos que considere adecuados. Así, pues, cuando una universidad tiene un registro calificado, merced a la verificación del cumplimiento de unos indicadores de calidad, por parte del Estado, puede ofrecer estudios profesionales y, además, certificar el desarrollo y la culminación de dichos estudios y conferir títulos profesionales.
4.8. Las decisiones anteriores en las que este tribunal ha analizado, en el contexto de la profesión de abogado, la competencia del legislador para exigir títulos de idoneidad y el riesgo social implicado
4.8.1. Antes de dar cuenta de sus decisiones anteriores, este tribunal considera necesario hacer una aproximación a qué comprende el ejercicio de la profesión de abogado.
Esta aproximación puede hacerse, en primer lugar, a partir del artículo 18 del Código Disciplinario del Abogado (Ley 1123 de 2007), conforme al cual son destinatarios de este código “los abogados en ejercicio de su profesión que cumplan con la misión de asesorar, patrocinar y asistir a las personas naturales o jurídicas, tanto de derecho privado como de derecho público, en la ordenación y desenvolvimiento de sus relaciones jurídicas”. También son destinatarios, los abogados que “desempeñen funciones públicas relacionadas con dicho ejercicio”[97], los curadores ad litem y “los abogados que en representación de una firma o asociación de abogados suscriban contratos de prestación de servicios profesionales a cualquier título”.
En segundo lugar, a partir de las consideraciones hechas por este tribunal, entre otras en las Sentencias C-290 de 2008, C-398 de 2011, C-398 de 2015 y C-138 de 2019, el ejercicio de la profesión de abogado puede comprenderse a partir de dos ámbitos de acción: 1) el extra procesal, en el cual están las tareas de consultoría y asesoría y 2) el procesal, en el cual se encuentra la representación judicial de otras personas. En la última de las referidas sentencias, con fundamento en tres sentencias del Consejo de Estado[98], se advirtió que el ejercicio de la profesión de abogado no se limita al litigio, ya que también comprende el ejercicio de funciones judiciales, la cátedra universitaria en disciplinas jurídicas y el desempeño de funciones como la de notario. De un modo general, se acogió la definición del Consejo de Estado de que el ejercicio de la profesión de abogado “lleva implícito el desarrollo de cualquier actividad jurídica donde se pongan en práctica los conocimientos académicos, sea ésta en el ámbito de lo público o de lo privado” [99].
4.8.2. Conforme a lo previsto en el artículo 229 de la Constitución, el acceso a la justicia, que es un derecho fundamental, debe hacerse por medio de un abogado. Sólo por excepción, la ley puede indicar en qué casos dicho acceso puede hacerse sin abogado. Esta norma constitucional permite comprender la importancia social del ejercicio de la profesión de abogado. El análisis que este tribunal ha hecho del ejercicio de la profesión de abogado y el riesgo social que ella implica ha consolidado, como se verá en los siguientes párrafos, una doctrina pacífica y reiterada.
4.8.2.1. En la Sentencia C-1053 de 2001[100], al examinar la competencia del legislador para exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de la profesión de abogado y el proceso de formación de los abogados, con las libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra que le son propias y en el contexto de la autonomía universitaria, este tribunal recordó que las universidades pueden “crear, organizar y desarrollar sus programas académicos, definir y organizar sus labores formativas, docentes, científicas y culturales, otorgar los títulos correspondientes, seleccionar a sus profesores, admitir a sus alumnos y adoptar sus correspondientes regímenes (..)”.[101]
Así, pues, el análisis parte por reconocer el importante papel que cumplen las universidades, en tanto entes competentes para expedir el título profesional de abogado. Esto está fuera de discusión, incluso en el presente caso. Sin embargo, de ello no se sigue que el título profesional de abogado, otorgado por una universidad, sea la única forma posible de verificar la idoneidad de la persona que pretende ejercer dicha profesión. Esto se deja en claro en la sentencia sub examine, al destacar que:
“De tal suerte que si el legislador considera que para el ejercicio de determinada profesión u oficio, se requiere ostentar un “título” que denote la idoneidad que a su juicio tal ejercicio requiere, puede exigirlo, porque está autorizado por el artículo 26 constitucional y, con base en idéntica facultad, podría aceptar el otorgado por los establecimientos universitarios que imparten tal formación, sin prejuicio de establecer requisitos adicionales y valoraciones que comprueben los conocimientos y aptitudes del egresado de acuerdo con la necesidad social imperante.” (Subrayas agregadas).
4.8.2.2. En la Sentencia SU-783 de 2003, al estudiar el riesgo social del ejercicio de ciertas profesiones y el papel de las universidades en su manejo, además de destacar que la calidad de la formación profesional no debe generar riesgos para la sociedad, se identificó el riesgo como “la probabilidad de que en el ejercicio de la profesión se produzca un efecto indeseado en razón a la falta de idoneidad”[102].
Sobre la base de que el deber de las universidades no es sólo graduar estudiantes, sino principalmente “brindar a la sociedad profesionales de óptimas calidades en virtud del riesgo social que implica el ejercicio de profesiones como la abogacía”, al analizar este riesgo en el estadio temporal previo a la obtención del título, en el cual la autonomía universitaria adquiere una mayor relevancia, destacó que: “las universidades, orientadas por el propósito de garantizar una óptima calidad de formación de sus egresados, pueden exigir exámenes preparatorios, diferentes tipos de pruebas de conocimiento, la realización de cursos especiales para la profundización en determinados temas, o la demostración satisfactoria del dominio de un idioma, como requisito de grado, siempre y cuando sean razonables y respeten la Constitución Política.” [103][104]
4.8.2.3. En la Sentencia C-749 de 2009, este tribunal destacó que la exigencia de títulos de idoneidad “debe cumplir con el criterio de razón suficiente”[105]. Sobre esta base, al examinar la validez constitucional de la norma que exige a los egresados la realización de la judicatura, este tribunal destaca, como razón, la existencia de “una relación inescindible entre el desempeño idóneo del abogado y la posibilidad de acceder a prácticas jurídicas que sirvan de escenario para la aplicación de los conocimientos adquiridos en las distintas asignaturas que integran el pensum correspondiente, a través del ejercicio de cargos o actividades que impliquen el desarrollo de tareas propias de la disciplina del Derecho.”[106] Cuando esta relación existe, la exigencia legal tiene justificación constitucional.
4.8.2.4. En la Sentencia C-398 de 2011, después de advertir que ni el derecho al trabajo ni la libertad de escoger profesión u oficio “tienen carácter absoluto”, se puso de presente la existencia de límites intrínsecos y extrínsecos. Los primeros emanan del objeto jurídico protegido, que es finito, y de la condición del sujeto, que no es absoluta. Los segundos, como sería el caso de la exigencia de títulos de idoneidad, son impuestos por la ley[107]. En concreto, tratándose del ejercicio profesional del abogado, la sentencia[108] destaca que:
“En las condiciones anotadas, resulta claro que el desarrollo legislativo del ejercicio profesional de la abogacía ha de atender, con especial énfasis, el interés general y la protección de los derechos de terceros[109], dado que la profesión “se orienta a concretar importantes fines constitucionales” y que su práctica inadecuada o irresponsable “pone en riesgo la efectividad de diversos derechos fundamentales, como la honra, la intimidad, el buen nombre, el derecho de petición, el derecho a la defensa y, especialmente, el acceso a la administración de justicia, así como la vigencia de principios constitucionales que deben guiar la función jurisdiccional, como son la eficacia, la celeridad y la buena fe”[110]. // El cumplimiento de estas actividades debe contribuir “al buen desarrollo del orden jurídico y al afianzamiento del Estado Social de Derecho”, de donde se desprende que los abogados están llamados a cumplir una misión o función social[111] inherente a la relevancia de su profesión “que se encuentra “íntimamente ligada a la búsqueda de un orden justo y al logro de la convivencia pacífica”, pues “el abogado es, en gran medida, un vínculo necesario para que el ciudadano acceda a la administración de justicia”[112]. // Así pues, la actuación del abogado ha de ser adecuada a la atención debida al cliente, pero, conforme lo ha estimado la jurisprudencia constitucional, el alcance del ejercicio de su profesión “no se limita a resolver problemas de orden técnico, sino que se proyecta también en el ámbito ético” y de tal modo que la regulación de la conducta de los togados por normas de carácter ético no significa “una indebida intromisión en el fuero interno de las personas, con menoscabo de su moral personal”, justamente porque la conducta individual se halla vinculada a la protección del interés comunitario y porque los fines perseguidos mediante el ejercicio de la profesión del derecho, a diferencia de los objetivos buscados por otras profesiones, admiten incluso un mayor nivel de exigencia en cuanto hace al comportamiento de los profesionales del Derecho, “como depositarios de la confianza de sus clientes y como defensores del derecho y la justicia”[113]. (Subrayas agregadas).
4.8.2.5. En la Sentencia C-609 de 2012, luego de hacer referencia a diversas regulaciones legales, como las contenidas en el Decreto 196 de 1971 y la Ley 1123 de 2007, este tribunal destacó que la función social que está llamada a cumplir la abogacía, en la medida en que debe colaborar con las autoridades para la conservación y perfeccionamiento del orden jurídico y para la realización de una recta y cumplida administración de justicia. Agregó que a los abogados corresponde, de manera principal, defender en justicia los derechos de la sociedad y de los particulares, y también, el cumplimiento de la Constitución y la ley, la defensa y promoción de los derechos humanos, la prevención de los litigios innecesarios, inocuos o fraudulentos y facilitar la solución alternativa de los conflictos y abstenerse de actuaciones temerarias[114].
El ejercicio de la profesión de abogado, en el contexto de un Estado Social y Democrático de Derecho, tiene una especial connotación. En efecto, en este ejercicio se debe propender por:
“[…] la defensa de la dignidad humana, el respeto y salvaguarda de los derechos fundamentales, la protección de un orden justo, servir a la comunidad, garantizar los principios, derechos y deberes establecidos en la Constitución; entre otros muchos fines, todo esto dentro del marco normativo que dicha profesión tiene como elemento de trabajo y con el propósito de lograr una convivencia pacífica al interior de la sociedad. // Así las cosas, el abogado al ejercer su profesión se convierte en instrumento primordial en la realización de los postulados del Estado Social de Derecho, por cuanto “…le corresponde, la realización constante, progresiva y efectiva de derechos fundamentales como el acceso a la administración de justicia y en el marco de éste, a muchos otros derechos fundamentales que sólo adquieren su plena garantía cuando se acude a los jueces para que ordenen su amparo…[115]”[116]
La misión del abogado, comprendida en dichos términos, llevó a este tribunal a considerar que, para el ejercicio de esta profesión, a diferencia del ejercicio de otras profesiones que también implican riesgo social, el legislador debe ser “aún más exigente respecto de los lineamientos y parámetros para el ejercicio de la actividad profesional, por cuanto los profesionales del Derecho son consignatarios de la confianza de la sociedad y defensores del Derecho y de la Justicia.[117]”[118]
4.8.2.6. Antes de la promulgación de la norma demandada bastaba, para acreditar la idoneidad profesional del abogado, el haber cursado la carrera de derecho en una universidad con registro calificado y haber obtenido, conforme a los requisitos establecidos (preparatorios, tesis o judicatura) el título de abogado. La norma demandada plantea una exigencia adicional a las ya existentes, la realización y aprobación de un examen de Estado. Como se verá en seguida, dado que el examen sólo se aprueba si se supera la media nacional, es posible que algunos abogados, pese a haber cursado sus estudios universitarios y haber obtenido el título profesional, no puedan, sin embargo, ejercer su profesión, si no logran aprobar dicho examen.
4.9. La disposición acusada. Contexto, antecedentes y contenido.
4.9.1. En su primera aproximación a la norma demandada, en la Sentencia C-138 de 2019, además de reiterar el reconocimiento de que el ejercicio de la profesión de abogado implica un riesgo social[119] y de referirse a cómo se regula esta materia en el ámbito de la Unión Europea y de los Estados Unidos[120], este tribunal hizo unas importantes reflexiones sobre la situación y la necesidad social imperante, las cuales, por su pertinencia para este caso, conviene transcribir in extenso, en los siguientes términos:
“34. A pesar de la función social derivada del ejercicio profesional de la abogacía, y al hecho de que, en Colombia, el derecho y sus profesionales (jueces, notarios, profesores de derecho, litigantes, funcionarios) tienen una visibilidad pública y una importancia extraordinaria, la realidad es que tanto la educación jurídica como el ejercicio profesional del derecho han desbordado la capacidad reguladora del Estado. Como resultado, la autonomía universitaria ha llenado los vacíos propios del déficit de capacidad estatal y los resultados no han sido favorables. La falta de controles y regulación, ha desencadenado, entre otras, “una pérdida sustancial de calidad de los estudios de derecho; un desprestigio de los juristas (…); [y] un menoscabo de la cultura jurídica y de la autorregulación”.
35. Con fundamento en lo anterior, es dado afirmar que en Colombia no existen controles estatales para la obtención del título profesional de abogado, tampoco para el ingreso a la profesión, y en lo referente a la vigilancia de los profesionales el control disciplinario se ha criticado por la escasez de sanciones. En este orden, la inexistente cultura de las colegiaturas obligatorias – que habitualmente se encargan del registro, seguimiento y vigilancia de los abogados – y la falta de resultados en el control disciplinario hacen parte de la realidad jurídica colombiana. Bajo este escenario, promover un examen de idoneidad podría actuar como una de las formas o herramientas de control, al sujetar el ejercicio profesional a la obtención de un puntaje mínimo. Siendo así, en el caso concreto de la norma objeto de revisión el objetivo central de dicho examen es verificar la idoneidad de los graduados en derecho que hayan iniciado sus estudios con posterioridad a la entrada en vigencia de la Ley 1905 de 2018.
36. En este punto, conviene resaltar que es trascendental preservar el valor de los controles al ejercicio profesional de la abogacía. En primer lugar, el examen de idoneidad asegura un estándar de calidad mínimo que permite diferenciar las competencias entre los egresados que culminan sus estudios y salen al mercado laboral. En ese orden, mitiga las asimetrías de información que dificultan el acceso a profesionales de calidad[121] y con eso, el examen funciona como un pre-requisito de ingreso al ejercicio de la profesión que asegura unos conocimientos básicos.”
4.9.2. A partir de los medios de prueba decretados y allegados al expediente, se pudo constatar que el proyecto de ley 312 de 2017 Cámara, 95 de 2016 Senado, que a la postre se convertirá en la Ley 1905 de 2018, fue presentado ante el Senado de la República, por varios senadores y representantes[122] y que tuvo importantes cambios en su proceso de formación.
4.9.2.1. En su primera versión, el proyecto de ley 95 de 2016, Senado[123], tenía dos artículos, cuyo contenido era el siguiente:
“Artículo 1. Para ejercer la profesión de abogado, además de los requisitos exigidos en las normas legales vigentes, el graduado deberá acreditar certificación de aprobación del Examen de Estado de Calidad en Educación Superior que para el efecto realice el Icfes, de conformidad con lo establecido en la Ley 1324 de 2009. Se entenderá aprobado el Examen de Estado cuando el resultado supere el 60% del máximo porcentaje de la respectiva prueba.
Parágrafo 1. Si el graduado no aprueba el examen en la primera oportunidad, se podrá presentar en la siguiente convocatoria que señale el Icfes. Si no se aprueba el Examen de Estado en la segunda oportunidad, para poder presentarlo de nuevo en una tercera y última ocasión, el graduado deberá hacer un curso de actualización en un programa de derecho con registro calificado y reconocimiento de alta calidad por parte del Ministerio de Educación Nacional, con una intensidad no inferior a 20 créditos académicos y una duración no menor de 6 meses, circunstancia que deberá acreditar en el momento de la inscripción.
Parágrafo 2. La certificación de la aprobación del Examen de Estado será exigida por el Consejo Superior de la Judicatura o por el órgano que haga sus veces para la expedición de la Tarjeta Profesional.
Parágrafo Transitorio. El requisito de idoneidad para el ejercicio de la profesión de abogado establecido en el presente artículo se aplicará a quienes inicien la carrera de Derecho después de la promulgación de la presente ley.
Artículo 2. Vigencia y derogatorias. La presente ley deroga las normas que le sean contrarias y rige a partir de la fecha de su promulgación.”
En la propuesta inicial, si bien se deja en claro la necesidad de acreditar un requisito adicional al título universitario para ejercer la profesión de abogado, como es la aprobación de un examen de estado, se respeta la situación existente, en la medida en que se asume, para este propósito, como válido el examen que ya se ha venido haciendo por parte del Icfes. Además, se fija un porcentaje objetivo, no sometido a las variables de una media, para la aprobación del mismo.
En la exposición de motivos del proyecto luego de destacar la misión del abogado, su compromiso con la realización de la justicia y lo que conlleva el ejercicio de esta profesión, se justifica modificar las reglas existentes, a partir de la siguiente argumentación:
“[…] la profesión de abogado entraña un riesgo social y a pesar de ser libre en los términos del artículo 26 de la Constitución Política, el Estado tiene la responsabilidad de garantizar la idoneidad del ejercicio. // En el caso de los abogados, el ejercicio de la profesión afecta de manera directa la consecución de los derechos de sus clientes y en esa medida es un deber ineludible del Estado, a través del Consejo Superior de la Judicatura, garantizar al ciudadano que sus apoderados o gestores tengan los conocimientos mínimos para asumir responsable y éticamente la defensa de sus intereses, haciendo de la profesión del derecho, la profesión social que ha estado vinculada a la historia de los pueblos, representando la más alta expresión de la defensa de los derechos individuales del hombre y la garantía de respetar lo que establece la Constitución, contribuyendo con ello a la seguridad jurídica que debe reinar en un Estado de Derecho. // Las estadísticas de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura sobre los abogados sancionados por faltas contra la ética profesional, muchas veces ocasionadas por vacíos en su formación, ponen en evidencia la necesidad de que el Estado, antes de habilitar a un graduado con el título de abogado para ejercer la profesión, verifique que tiene los conocimientos y las competencias mínimas para que cuando se dedique al ejercicio no comprometa ni afecte los derechos de terceros, sean estos sus clientes, las contrapartes o los actores del sistema judicial, luego ese mismo Estado tiene la responsabilidad de garantizar la idoneidad. // De igual forma, y con fundamento en las estadísticas que tiene la Unidad de Registro Nacional de Abogados y Auxiliares de la Justicia, tomadas del Ministerio de Educación Nacional y del comportamiento que ha presentado nuestra línea de producción de tarjetas profesionales desde el año 1996 hasta el año 2016, se concluye que existe una gran proliferación de abogados que año a año ingresan y seguirán ingresando y efectivamente sin ningún tipo de control académico por parte del Estado. // Así las cosas, se justifica el proyecto tal como se encuentra concebido desde su fundamento filosófico, porque de esta forma se podrá, en gran medida, validar la idoneidad del profesional del derecho antes de que le sea expedido el documento que desde el punto de vista legal lo habilita para el ejercicio de su profesión. // Como se observa, con esta propuesta se crea una sinergia entre el Gobierno nacional y el Consejo Superior de la Judicatura para lograr un propósito que urge a la sociedad colombiana, que es contar con abogados idóneos y de calidad. Por ello se justifica adicionar como requisito para ejercer la profesión, la presentación y aprobación de un examen de Estado que garantice la idoneidad del profesional del derecho, cuya base constitucional dictamina que el Estado podrá exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de las profesiones.”
4.9.2.2. En el informe de ponencia para primer debate en el Senado[124], se precisa que “El objeto de la iniciativa consiste en establecer como requisito para el otorgamiento de la tarjeta profesional para el ejercicio profesional de la abogacía, además de los que ya existen, la acreditación de la prueba de Estado, para cuyo efecto se toma por tal el examen de calidad de la educación que es realizado por el Icfes a los egresados de todos los programas de educación superior, y cuya presentación es hoy un requisito obligatorio para el otorgamiento del grado por parte de instituciones de educación superior”. Al debatirse este proyecto en la comisión del Senado[125], el Senador Horacio Serpa Uribe señaló que éste tiene que ver “de manera muy especial con los litigantes, con los que hacen la labor de representar a otras personas en los procesos judiciales o en gestiones numerosísimas que están en la posibilidad de ejercer los abogados”. Al proseguir el debate[126], el ponente deja en claro dos aspectos que considera fundamentales, entre los que está la proposición adicional de la Senadora Paloma Valencia Laserna[127] relativa al parágrafo 2, “en donde se establece de manera muy clara que estos exámenes tienen que ver es con la habilitación para poder ejercer ante los tribunales”[128]. Sin embargo, el inciso primero del artículo 1 del proyecto, conforme al cual el requisito es necesario para ejercer la profesión de abogado, se deja incólume.
Luego de su paso por la comisión primera del Senado, el proyecto sufrió cuatro cambios de fondo[129], como pasa a verse.
El primer cambio consiste en que si bien se mantuvo el ente responsable del examen: el ICFES, se modificó tanto el marco normativo de la prueba como su estándar para su aprobación, que pasó a ser el resultado que supere la media del puntaje nacional de la respectiva prueba[130]. El marco normativo venía dado por la Ley 1324 de 2009[131], en la cual se regula, entre otras materias, los principios para realizar exámenes de estado (art. 1), los principios rectores de la evaluación de la educación (art. 3), los requisitos para la evaluación profesional de la educación (art. 5), el régimen de los exámenes de estado (art. 7 a 9) y las funciones tanto del Ministerio de Educación Nacional (art. 10) como del ICFES en relación con dichos exámenes (art. 12). El estándar anterior era superar el 60% del máximo porcentaje de la respectiva prueba.
El segundo cambio fue eliminar el límite de veces que se puede presentar el examen: de tres, pasó a ser ilimitado, y la condición para presentarlo por tercera vez[132].
El tercer cambio fue agregar una consecuencia para las universidades, en caso de que al menos 33% de sus estudiantes no aprueben el examen. Si esto ocurre por primera vez, se aplicarán las medidas preventivas de la Ley 1740 de 2014 y, si ocurre por segunda vez, se aplicarán las medidas administrativas previstas en esa misma ley.
El cuarto cambio fue agregar contenido al referido parágrafo 2, conforme a la propuesta de la Senadora Paloma Valencia Laserna, pero dejando al mismo tiempo sin ningún cambio el inciso primero. La plenaria del Senado aprobó el texto que venía de su comisión[133].
4.9.2.3. Al anterior texto, en la comisión primera de la Cámara de Representantes se le introduce otro cambio sustancial, pues se modifica la autoridad que realiza el examen, que pasa a ser el Consejo Superior de la Judicatura o la Institución de Educación Superior acreditada en Alta Calidad que se contrate para tal fin[134]. Esto se hace a partir de una reflexión en torno lo que ha sido el trámite del proyecto, en el sentido de que el ejercicio de la profesión de abogado “afecta de manera directa la consecución de los derechos de sus clientes y puede llegar a afectar los de terceros[135]”, de lo que se sigue, en el razonamiento del informe de ponencia[136], que “es un deber ineludible del Estado, a través del Consejo Superior de la Judicatura o del órgano que haga sus veces, garantizar al ciudadano que sus apoderados o gestores tengan los conocimientos mínimos para asumir responsable y éticamente la defensa de sus intereses”. La razón puntual que pretende justificar este cambio, según se sintetiza en el informe de ponencia para segundo debate, fue la siguiente:
“No obstante, en el debate en la Comisión Primera de la Cámara se estimó que la prueba de Estado [refiriéndose a la que realiza el ICFES] tiene un propósito diferente, por lo cual se hace necesario contar con un diseño propio, cuyo fin sea el que plantea el presente proyecto de ley, y que esté a cargo del órgano llamado a realizar tal verificación por su origen y sus funciones constitucionales, que no es otro que el Consejo Superior de la Judicatura. Teniendo en cuenta que la aplicación de este examen cobijará a los estudiantes de los programas de derecho que comiencen sus planes de estudio a partir de la entrada en vigencia de la ley, dicha entidad tendrá el tiempo suficiente para disponer de la logística necesaria para su aplicación”.[137]
4.9.2.4. De los cambios antedichos, salvo el relativo a las consecuencias previstas para las universidades, todos subsistirán en la versión final del proyecto, que a la postre se convertiría en la ley que ahora es objeto de la demanda.
4.9.3. El anterior ejercicio de análisis del proceso de formación de la norma demandada aporta importantes luces para establecer su alcance y contenido. Los cambios introducidos, que afectan la estructura misma del proyecto, generan dificultades para su interpretación. Esto ocurre, de manera especial, frente al inciso primero y al parágrafo 2 del artículo 1, pues la ley, pese a que pudiere haber habido claridad en las intenciones del legislador, mantiene dos enunciados diferentes respecto de a quien le es exigible el requisito de certificar la aprobación del examen de Estado. Esto también se advierte respecto de la autoridad responsable del examen y al modo de realizarlo, que apenas se esboza y que no se regula en sus aspectos más relevantes.
4.10. El caso concreto
Respecto de la Ley 1905 de 2018, a partir de los cargos que superaron el examen de aptitud sustancial: vulneración del derecho al trabajo, de la libertad de elegir profesión u oficio y de la autonomía universitaria, se procedió a plantear tres problemas jurídicos a resolver[138]. Según la metodología indicada, corresponde ahora analizar la compatibilidad de la norma legal demandada con los parámetros de juzgamiento, conformados por las normas constitucionales enunciadas en los artículos 25, 26 y 69 de la Carta.
4.10.1. Solución al primer problema jurídico: la previsión de un requisito adicional, consistente en aprobar el examen de estado, para ejercer la profesión de abogado, no vulnera lo previsto en los artículos 25, 26 y 69 de la Constitución
4.10.1.1. De acuerdo con los demandantes, la disposición acusada vulnera la previsión del artículo 26 de la Constitución conforme a la cual “toda persona es libre de escoger profesión u oficio”, por cuanto si bien es cierto que el mismo precepto constitucional contempla la posibilidad de exigir títulos de idoneidad, imponer un requisito adicional al que resulta de obtener el grado en una universidad reconocida por el Estado, desborda el ámbito constitucionalmente reconocido al Congreso de la República.
Sobre el particular, lo primero que se debe advertir es que la norma demandada no regula el derecho a escoger la profesión de abogado, sino el derecho a ejercer esta profesión[139]. Tal regulación, que se inscribe en la primera de las posibilidades de intervención estatal, la de exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión[140], ha sido dictada por el legislador, por medio de la Ley 1905 de 2018.
Según lo previsto en el artículo 26 de la Constitución, el ejercicio de una profesión no es libre cuando se requiere de una formación académica universitaria y cuando dicho ejercicio implica un riesgo social. El título de abogado, otorgado por una universidad, da buena cuenta de que la persona ha obtenido dicha formación académica[141], pero debe examinarse también, de cara a lo que puede seguirse del análisis del riesgo social implicado[142].
En el precitado artículo la Constitución defiere a la ley la exigencia de títulos de idoneidad. El legislador, que en esta materia tiene un amplio margen de configuración[143], en principio había diseñado un modelo conforme al cual la idoneidad profesional se obtiene y se acredita cursando los correspondientes estudios y obteniendo el grado respectivo. Se trata, sin embargo, de una configuración legal, no constitucional, que puede, por tanto, ser modificada por el propio legislador, siempre que no se contraríen los principios de razonabilidad y proporcionalidad[144].
En relación con el ejercicio de la profesión de abogado, el legislador advirtió la existencia de una proliferación de egresados de las facultades de derecho, y un notorio deterioro en la calidad de muchos profesionales, razón por la cual consideró necesario acudir a un criterio adicional para acreditar la idoneidad[145]. Este proceder no es en abstracto inconstitucional, sin perjuicio de la valoración que quepa hacer en concreto sobre el examen.
En este estado inicial del análisis, ya es posible concluir que la regulación contenida en la norma demandada respeta algunos de los límites establecidos para ello[146]. En primer lugar, como se acaba de decir al iniciar el desarrollo de este fundamento, respeta la reserva de ley y, por su diseño general, no favorece en modo alguno discriminaciones prohibidas por la Carta. En segundo lugar, no desconoce ningún límite competencial o procedimental.
Por tanto, lo que debe establecerse en el análisis subsiguiente, además del riesgo social que implica el ejercicio de la abogacía, es si el nuevo requisito para demostrar la idoneidad profesional tiene justificación constitucional, lo que corresponde al límite material de la razonabilidad y proporcionalidad de la limitación al derecho a ejercer dicha profesión.
4.10.1.2. Sobre el riesgo social que implica el ejercicio de la profesión de abogado, así comprendida, no hay ninguna duda en este proceso. Como se mostró al analizar las decisiones en las cuales este tribunal se ha ocupado de esta cuestión[147], es la propia Carta, en su artículo 229, la que pone de presente dicho riesgo, al establecer que el derecho fundamental de acceder a la justicia debe ejercerse por medio de un abogado, salvo las excepciones que establezca la ley[148]. Así, pues, de entrada, el primer riesgo que se advierte es el que corresponde a acceder a la justicia, con todo lo que de ello se sigue.
Existe una relación directa entre las funciones que se cumplen por medio del ejercicio de la abogacía y los riesgos que implica dicho ejercicio. Por su necesaria mediación en el acceso a la justicia, el ejercicio de la profesión de abogado puede poner en riesgo la efectividad de los derechos fundamentales de las personas, para hablar de los más destacados, pues se puede afectar la efectividad de todos los derechos y, además, a la propia administración de justicia y al ejercicio de la función jurisdiccional[149]. Se afecta también la realización del Estado Social y Democrático de Derecho[150] y, con ella, el respeto a la dignidad humana, la búsqueda de un orden justo y la posibilidad de lograr una convivencia pacífica[151]. No es menor, por otra parte, la afectación que puede sufrir la conservación y perfeccionamiento del ordenamiento jurídico, la promoción y defensa de los derechos humanos, la prevención de litigios innecesarios y la facilitación de soluciones alternativas a los conflictos[152].
Por la entidad de los riesgos que implica el ejercicio profesional de los abogados, se debe reiterar que este ejercicio, a diferencia del de otras profesiones que también implican riesgo social, debe ser regulado de manera más exigente[153]. Esta mayor exigencia debe darse incluso antes de que se culmine la formación académica[154], aunque en este evento la decisión corresponda a cada una de las universidades en ejercicio de su autonomía[155].
Como ya se dijo al dar cuenta de la noción de riesgo social en el contexto del ejercicio de una profesión[156], el exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de profesiones como la de abogado, que implican significativos y graves riesgos sociales[157], no puede entenderse sólo como una facultad, sino que debe comprenderse como un verdadero deber constitucional[158].
En efecto, si se considera estos riesgos en sentido estricto[159], se satisfacen los tres presupuestos reconocidos por este tribunal: 1) los riesgos que implica el ejercicio de la profesión de abogado son de magnitud considerable, 2) pueden controlarse o disminuirse de manera sustancial por medio de la formación académica y de asegurar la idoneidad profesional de quienes pretendan ejercer la profesión, y 3) tienen como finalidad la prevención de un ejercicio torpe que puede producir efectos gravemente nocivos[160].
De otra parte, si se procede a caracterizar el riesgo[161] se encuentra que 1) los riesgos directos e indirectos identificados en este caso son significativos; 2) estos riesgos recaen sobre todas las personas y, además, sobre las propias autoridades públicas, en especial sobre la administración de justicia; 3) la magnitud de la afectación potencial es también significativa, pues la fuerza del agente productor del riesgo es suficiente para lograr la vulneración de derechos o su desprotección, los terceros tienen una alto nivel de exposición al riesgo, pues dependen de este ejercicio profesional para obtener pronta y cumplida justicia y lo que está en juego, es ni más ni menos que la suerte del derecho y de los derechos[162].
Para efectos de la ponderación que debe hacerse, el análisis de los riesgos sociales que implica el ejercicio de la profesión de abogado, revela que en este caso el exigir títulos de idoneidad, además de una competencia legislativa amplia y un deber constitucional, debe asumirse como un fin, no sólo importante, sino imperioso.
4.10.1.3. En esta etapa del análisis, este tribunal encuentra que existe justificación constitucional para exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de la profesión de abogado. Lo que debe ahora revisar es la necesidad de exigir un nuevo título de idoneidad: aprobar el examen de estado, según lo previsto en la norma demandada, valga decir, si esta afectación al derecho a ejercer la profesión por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado y, por ende, al derecho al trabajo, es razonable y proporcionada.
Para adelantar el escrutinio de razonabilidad y de proporcionalidad debe advertirse, en primer lugar, que como acaba de verificarse, el fin perseguido por la norma demandada, que es garantizar la idoneidad del profesional, es un fin constitucionalmente imperioso.
Respecto del análisis del medio empleado por la ley: exigir la aprobación del examen de estado, este tribunal no encuentra razones para modificar lo que acaba de sostener hace apenas unos meses en la Sentencia C-138 del 28 de marzo de 2019, al referirse a las actuales condiciones del ejercicio de la profesión de abogado en Colombia[163]. En efecto, en dicha sentencia se dijo, y ahora se reafirma, que: 1) tanto la educación jurídica como el ejercicio profesional han desbordado la capacidad reguladora del Estado, con resultados que no han sido favorables, pues de esto se ha seguido “una pérdida sustancial de calidad de los estudios de derecho; un desprestigio de los juristas (…); [y] un menoscabo de la cultura jurídica y de la autorregulación”; 2) no existen controles estatales para obtener el título de profesional abogado, ni para el ingreso a la profesión.
Ante tal diagnóstico, tampoco se aprecia ninguna razón para modificar el dictamen de que “Bajo este escenario, promover un examen de idoneidad podría actuar como una de las formas o herramientas de control, al sujetar el ejercicio profesional a la obtención de un puntaje mínimo”, pues entonces y ahora, “conviene resaltar que es trascendental preservar el valor de los controles al ejercicio profesional de la abogacía”.
Y menos aún, hay motivo para modificar aquello de que “el examen funciona como un pre-requisito de ingreso al ejercicio de la profesión que asegura unos conocimientos básicos”, valga decir, el reconocimiento de que el medio no sólo es idóneo, sino que es también efectivamente conducente para lograr dicho fin.
4.10.1.4. Para saber si lo anterior es o no suficiente para establecer si la medida adoptada por la norma demandada es razonable y proporcionada, es menester definir el nivel de intensidad del escrutinio de razonabilidad y proporcionalidad, lo que se hace en seguida.
Como se acaba de advertir, la comprensión de dicha necesidad social imperante, revela tanto una pérdida sustancial de calidad en los estudios de derecho y la inexistencia de controles estatales. Ambas circunstancias, ya reconocidas por este tribunal hace pocos meses, hacen que la necesidad social imperante exija otro tipo de medidas.
Respecto del derecho a ejercer la profesión de abogado, si bien el nuevo requisito puede afectarlo, en la medida en que no se apruebe el examen de Estado, esta afectación en todo caso es superable y remediable, dado que el graduado que no apruebe dicho examen, puede presentarlo sin ningún límite en el futuro, hasta que logre aprobarlo. El que el examen se apruebe o no, si bien puede depender tanto de su diseño como del estándar establecido, depende principalmente de la preparación y estudio del propio graduado, valga decir, de su esfuerzo por demostrar, con resultados objetivos, su idoneidad para ejercer la profesión de abogado y, por tanto, su capacidad de trabajar en ella.
Por las anteriores razones, este tribunal considera que el nivel del escrutinio debe ser el intermedio. Y siendo este el nivel, lo ya dicho sobre el fin perseguido y sobre el medio empleado, permiten concluir que la exigencia de aprobar el examen de Estado para poder ejercer la profesión por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado es razonable y proporcional. En consecuencia, la norma demandada no es incompatible con la prevista en el artículo 26 de la Constitución.
4.10.1.5. En criterio de los demandantes, también se desconoce la previsión del artículo 25 de la Carta, conforme al cual “toda persona tiene derecho a un trabajo en condiciones dignas y justas”, por cuanto la disposición acusada impide que quien ha completado los estudios de derecho y obtenido el grado correspondiente que lo acredita como abogado pueda ejercer la profesión, por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado, con lo cual le impide precisamente ejercer la actividad para la cual se capacitó. La solución en este cargo es corolario de lo resuelto en el anterior, puesto que es claro que la norma demandada no impide acceder al trabajo, sino que exige un nuevo requisito para acreditar la idoneidad, requisito que, en principio, debiera estar en condición de cumplir quien haya completado con suficiencia sus estudios. Varía no la exigencia sustancial que remite a una formación adecuada, sino la manera de acreditarlo en la medida en que ya no basta con obtener el grado, sino que es preciso acreditar la aptitud mediante un examen independiente. Mal puede tenerse eso como una limitación del derecho al trabajo.
4.10.2. Solución al segundo problema jurídico: la exigencia del requisito adicional de aprobar el examen de estado, a todos los graduados, para ejercer la profesión de abogado, no es compatible con la garantía de autonomía universitaria, conforme a lo previsto en el artículo 69 de la Constitución, ni con el principio de igualdad reconocido en el artículo 13 ibidem
4.10.2.1. El artículo 1 de la Ley 1905 de 2018, como ya se ha visto en el análisis antecedente, permite dos interpretaciones: 1) la sistemática del inciso primero y del parágrafo 2 conforme a la cual el requisito de aprobar el examen es exigible a todos los graduados de la carrera de derecho, con independencia de la forma de ejercicio de la profesión[164]; y 2) la que corresponde a la intención declarada del legislador al modificar el parágrafo 2, conforme a la cual este requisito sólo es exigible al graduado que pretenda ejercer la profesión por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado[165].
4.10.2.2. Si bien ambas interpretaciones son posibles y viables, le corresponde ahora a este tribunal juzgar su compatibilidad con la garantía de la autonomía universitaria. En este ejercicio se encuentra que la primera interpretación vacía por completo la competencia de las universidades para, en ejercicio de su autonomía otorgar títulos profesionales que certifiquen la idoneidad del profesional[166], en la medida en que el título otorgado es insuficiente para ejercer la profesión, incluso si este ejercicio no conlleva la representación de otras personas. Por tanto, el haber desarrollado un proceso formativo de varios años, en una universidad que cumple con el presupuesto mínimo necesario de tener un registro calificado, y haber completado a satisfacción de la misma los requisitos para acceder a un título profesional, sería insuficiente para ejercer, de cualquier modo, la profesión de abogado.
En consecuencia, de seguirse esta interpretación, se llegaría a la conclusión de que una persona que completó su formación, se graduó como abogado y tiene un título profesional que así lo certifica, no puede siquiera brindar una asesoría o consultoría, ni desempeñarse en la cátedra universitaria en disciplinas jurídicas[167].
Las actividades que no conllevan la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado, no tienen el mismo riesgo social de las que sí lo conllevan, ya que su ejercicio no afecta ni el acceso a la justicia, ni al sistema judicial y, por tanto, no compromete los derechos de las personas que acuden al profesional[168]. Así, pues, el considerar que incluso este tipo de ejercicio profesional no puede darse, pese ha haberse cumplido con una formación universitaria y a haber obtenido un título profesional, valga decir, el vaciar de contenido la competencia de las universidades para desarrollar dicha formación y expedir títulos de idoneidad, que en la práctica serían inútiles, resulta para este tribunal incompatible con la garantía de la autonomía universitaria. Y, al tratar igual a todos los abogados, sin considerar el diverso riesgo social que tiene el ejercicio de su profesión, resulta incompatible con el principio de igualdad.
4.10.2.3. No obstante, dado que la norma demandada también admite una segunda interpretación, es necesario analizarla, antes de tomar una decisión. En efecto, esta segunda interpretación, no incurre en el vaciamiento de la competencia de las universidades, ni brinda un trato igual a supuestos disímiles y, al mismo tiempo, considera el alto riesgo social que conlleva el ejercicio de la profesión de abogado, cuando este ejercicio se hace por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado.
De esta interpretación se sigue que, al graduado en una universidad, que ha obtenido un título de idoneidad, no se le impide por completo el ejercicio de su profesión, ya que este podría realizarse en cualquier actividad profesional que no conlleve la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado, con lo cual la competencia de las universidades y la garantía de la autonomía universitaria se preservaría de manera razonable. Y, también se sigue, que se preserva el riesgo social más alto y significativo del ejercicio de la profesión de abogado, que se presenta cuando éste representa a otra persona en cualquier trámite que requiera de abogado.
4.10.2.4. Dado que es posible interpretar la norma demandada en un sentido que es conforme a los artículos 26 y 13 de la Constitución, este tribunal declarará su exequibilidad de manera condicionada, en el sentido de que ella debe interpretarse de tal modo que el requisito de aprobar el examen de estado sólo es exigible al graduado que pretenda ejercer la profesión por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado.
4.10.3. Solución al tercer problema jurídico: el examen de estado no puede realizarse por una institución de educación acreditada en alta calidad, que el Consejo Superior de la Judicatura contrate para tal fin, por contrariar el artículo 69 de la Constitución
4.10.3.1. Resuelto ya lo relativo a quién se aplica el requisito, corresponde analizar la afectación de la garantía de la autonomía universitaria derivada de la habilitación al Consejo Superior de la Judicatura, entidad a la que se le confía la realización del examen, para hacerlo a través de una Institución de Educación Superior acreditada en Alta Calidad que se contrate para tal fin.
4.10.3.2. Si bien, como ya se advirtió, no existe una especie de tarifa legal inmodificable, para verificar la idoneidad profesional de la persona que pretenda ejercer la profesión por medio de la representación de otras personas en cualquier trámite que requiera de abogado[169], al punto de que es posible establecer el requisito, adicional a los ya existentes, de aprobar el examen de Estado[170], sin que de ello se siga menoscabo para la autonomía universitaria, es necesario analizar, también, el modo en que se ha previsto la realización de dicho examen.
4.10.3.3. Al analizar la forma de realización del examen se aprecia que hay graves riesgos para la garantía de la autonomía universitaria. En efecto, con anterioridad a la ley cuestionada, para acreditar la idoneidad para el ejercicio profesional se requería la formación académica y el título expedido por una universidad calificada por el Estado para ello[171]. Se trata de un procedimiento complejo y plural, que implica que el amplio conjunto de universidades facultadas por el Estado para impartir la enseñanza del Derecho tiene a su cargo, tanto la formación de los estudiantes, como su posterior calificación con miras a la obtención de un título que los habilite para el ejercicio de la profesión.
En la ley demandada ese procedimiento complejo y plural se complementa, con carácter definitorio, por un nuevo requisito que consiste en la aprobación de un examen de Estado, que si bien, en cuanto tal, y en función de los cargos analizados, ha sido considerado compatible con la Constitución[172], en su forma de realizarse puede afectar el principio de la autonomía universitaria, al permitir que para tal efecto el Consejo Superior de la Judicatura pueda contratar a una universidad, que cuente con acreditación de calidad, lo cual alteraría el equilibrio que debe existir entre todas.
Esa atribución, sin garantizar la transparencia del examen y sin prevenir el riesgo de sesgos originados en que quien evalúa sea, al mismo tiempo, parte interesada en el examen, lesiona la autonomía universitaria.
La realización del examen, en las condiciones indicadas, obligaría a las universidades a articular sus programas y sus planes de estudios, métodos y sistemas de investigación a lo que defina la universidad que lo realice[173], pues de no hacerlo, se expondrían a que varios de los elementos relevantes en sus proyectos académicos sean irrelevantes para efectos de la evaluación, lo cual resulta incompatible con la libertad de auto organización, que es una de las concreciones del principio de autonomía universitaria.
El que el examen sea realizado por una universidad contratada para tal propósito, implica en la práctica que se privilegia a dicha universidad sobre las demás, las cuales deben ajustarse a los estándares por ella fijados. Incluso las universidades acreditadas de alta calidad, de las que debe surgir la seleccionada para realizar el examen, tienen, como no puede ser de otra manera, una identidad institucional y académica, en la cual ciertos contenidos o habilidades pueden considerarse más valiosos que otros. Esto afecta la libertad de auto regulación, en la medida en que las demás universidades, cuyos estudiantes serán sometidos a examen, deben gestionar sus pruebas de manera acorde al criterio seguido por la universidad que las realiza, si quieren que sus estudiantes puedan aprobar el examen de estado.
En este contexto, encuentra la Corte que si bien debe destacarse la propuesta de exequibilidad condicionada planteada por algunos intervinientes[174], en el sentido de propender por un modelo más amplio, en el cual para realizar el examen se contrate a varias universidades, o se considere un consenso mínimo sobre qué evaluar y cómo hacerlo, no es posible seguirla, porque ello implicaría invadir la esfera del legislador, puesto que comporta definir una serie de variables que sólo a él le corresponden. Sin embargo, ello no le impide a este tribunal advertir que existen serios reparos sobre el modo de realizar y de aprobar el examen.
Ya se ha mostrado que existe el riesgo de que la universidad contratada para hacer el examen puede estar inclinada, así sea de manera no intencional, ha guiarse por sesgos o por consideraciones particulares, que pueden no responder a lo que debe entenderse como una evaluación de idoneidad de todos los graduados como abogados. Ante ello, este tribunal debe destacar la necesidad de que el examen sea independiente y neutral respecto de lo que podría ser el modelo de formación y de educación acogido por una determinada universidad que, de ser la que diseñe el examen, podría acabar por ser el único a seguir.
De esto no se sigue una descalificación para que el Consejo Superior de la Judicatura, que está habilitado para realizar la prueba directamente, lo haga también acudiendo al apoyo de cualquier ente del Estado, o incluso de entidades privadas, que eventualmente se considere apto para ese efecto, siempre y cuando que se fijen unas directrices y unos estándares objetivos que garanticen las antedichas independencia y neutralidad. En este sentido, el Consejo Superior de la Judicatura puede contratar tareas puntuales, como por ejemplo la elaboración de preguntas, o buscar el concurso de otros entes públicos con experticia en la materia, pero no puede confiar la tarea completa de realizar el examen a una sola universidad, así esta sea de aquellas que tienen acreditación de alta calidad.
Por último, dado que la posibilidad ilimitada de repetir la prueba es uno de los elementos determinantes de la intensidad de la restricción a la libertad de escoger profesión u oficio, además de mantenerse esta posibilidad, para su adecuada concreción, se requiere se establezca una periodicidad mínima para la realización del examen, para que los graduados tengan la seguridad de que su ejercicio profesional no sufrirá postergaciones imprevistas y pueda ser predecible.
En consecuencia, para mantener la norma, pero depurarla de los elementos que la hacen inconstitucional, cabría declarar constitucional tanto la posibilidad de sujetar el ejercicio de la profesión a un examen de Estado como la posibilidad de que el graduado que no apruebe el examen se presente en las convocatorias siguientes hasta que obtenga la calificación mínima exigida, y la inexequibilidad de la expresión: “directamente o a través de una Institución de Educación Superior acreditada en Alta Calidad que se contrate para tal fin”, contenida en el inciso primero del artículo 1 de la Ley 1905 de 2018.
4.11. Síntesis
4.11.1. En razón de que este tribunal ya se había pronunciado sobre la constitucionalidad del artículo 2 de la Ley 1905 de 2018 y de los cuestionamientos que algunos intervinientes hicieron de la aptitud sustancial de las dos demandas acumuladas, fue necesario empezar por resolver dos cuestiones previas: 1) la relativa a la existencia o no de cosa juzgada constitucional y 2) la concerniente a la aptitud sustancial de la demanda. Respecto de la primera, se concluyó que existe cosa juzgada constitucional en relación con el artículo 2º de la Ley 1905 de 2018, dado que tanto la norma demandada como el cargo planteado en la Sentencia C-138 de 2019 eran los mismos. En la segunda, se encontró que el cargo relativo al trato, de manera distinta e injustificada a los estudiantes de derecho, a partir del estándar de aprobación del examen, y los restantes cargos relativos a la igualdad y los relacionados con la educación, las competencias del Consejo Superior de la Judicatura y el acceso a la administración de justicia no tenían aptitud sustancial, razón por la cual el análisis de esta sentencia se centró en los cargos referidos al trato que da la ley a los abogados, a partir de la circunstancia de que dediquen su ejercicio profesional a la representación de personas en cualquier trámite que requiera de abogado, al libre ejercicio de la profesión u oficio, al derecho al trabajo y a la autonomía universitaria, que sí tienen aptitud sustancial, con la acotación de que, al no existir en realidad ningún cargo apto contra el artículo 3 y contra el inciso segundo del artículo 1 de la Ley 1905 de 2018, este tribunal se inhibirá de pronunciarse sobre su constitucionalidad.
4.11.2. Sobre esta base, se plantearon tres problemas jurídicos: 1) si el prever un requisito adicional, consistente en aprobar el examen de Estado, para ejercer la profesión de abogado, vulnera lo previsto en los artículos 25, 26 y 69 de la Constitución, relativos al derecho al trabajo, a la libre escogencia de profesión u oficio y al principio de la autonomía universitaria; 2) si el prever que el antedicho requisito para ejercer la profesión de abogado se aplica a todos los graduados y, por tanto, vaciar de contenido el título de idoneidad que confieren las universidades, es compatible con la garantía de autonomía universitaria, conforme a lo previsto en el artículo 69 de la Constitución, y con el principio de igualdad, enunciado en el artículo 13 ibidem; y 3) si la norma enunciada en el primer inciso y en los dos parágrafos del artículo 1º de la Ley 1905 de 2018, al establecer que el examen de Estado puede realizarse por una institución de educación superior acreditada en alta calidad, que el Consejo Superior de la Judicatura contrate para tal fin, desconoce la garantía de autonomía universitaria, reconocida en el artículo 69 de la Constitución.
Para estudiar y resolver los anteriores problemas jurídicos se siguió la siguiente metodología: 1) precisar el alcance del margen de configuración del legislador para exigir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión; 2) dar cuenta de la noción de riesgo social en el contexto del ejercicio de una profesión; 3) analizar la competencia atribuida a las universidades para expedir títulos de idoneidad para el ejercicio de una profesión; 4) sintetizar el sentido y alcance del principio de autonomía universitaria; 5) examinar las decisiones anteriores de este tribunal en las cuales se ha analizado la profesión de abogado, especialmente en cuanto atañe a la competencia para exigir títulos de idoneidad y al riesgo social que ella implica; y 6) fijar el sentido y alcance de la norma acusada, a partir de su contexto, de sus antecedentes y de su contenido. A partir de estos elementos de juicio se procedió a 7) resolver el problema planteado.
4.11.3. Con fundamento en los anteriores elementos de juicio se procedió a analizar la constitucionalidad del inciso primero y de los dos parágrafos del artículo 1 de la Ley 1905 de 2018. El primer problema jurídico se resolvió concluyendo que la previsión de un requisito adicional, consistente en aprobar el examen de Estado, para ejercer la profesión de abogado, no vulnera lo previsto en los artículos 25, 26 y 69 de la Constitución. El segundo problema jurídico se resolvió concluyendo que la exigencia del requisito adicional de aprobar el examen de Estado, a todos los graduados, para ejercer la profesión de abogado, no es compatible con la garantía de autonomía universitaria, ni con el principio de igualdad, conforme a lo previsto en los artículos 69 y 13 de la Constitución. El tercer problema jurídico se resolvió concluyendo que el examen de Estado no puede realizarse por una institución de educación acreditada en alta calidad, que el Consejo Superior de la Judicatura, sino que esta entidad puede realizarlo directamente, o contratar para el efecto entidades públicas o privadas, que cumplan las condiciones de idoneidad, independencia y neutralidad, conforme a los parámetros que el propio Consejo Superior determine.